lunes, 24 de abril de 2017

La Dama Roja en el Palacio Blanco




LA DAMA ROJA EN EL PALACIO BLANCO
CAPÍTULO 1
La Dama es roja, el Palacio blanco.
El Palacio, inmenso, perdido en el bosque de abedules. Un bosque perdido en el tiempo, en el espacio, en la memoria. Un bosque de la Dama, un palacio de la Dama y el Caballero. Sólo sus ojos lo ven, el inmenso blanco Palacio. Un viajero que por allí pasara no lo vería: no está hecho para ojos ajenos. Para el viajero, que no se aventuraría por el bosque remoto, el Palacio estaría fundido con los blancos abedules, con la frondosa vegetación surgida con el tiempo. Un tiempo que nadie recuerda.
Un Palacio construido por alguien ya olvidado- quién sabe con qué propósito-. Quizás por la vacua vanidad de quien pensó que permanecería; quizás como homenaje a la mujer amada; quizás como celebración de una gesta, una gesta que habría de cambiar un mundo inmutable, una gesta también olvidada: nadie lo recuerda. El Palacio es secreto, misterioso;  no desvela su origen ni su tiempo; no permite el acceso a su interior. Tan sólo se muestra gentil con la Dama Roja y su Caballero. A ellos, y sólo a ellos, les es concedida la gracia de entrar en el Palacio cuando llega el Momento.
El Palacio es blanco, de un blanco radiante, luminoso, que el tiempo no supo apagar; ni la lluvia, ni el viento, ni sus tormentas fueron capaces de hacerle perder su brillo, intenso como el sol.
Pero si es inmenso por fuera, el Palacio es aún más grande por dentro. Un vestíbulo cambiante, ahora desbordante de vegetación, una vegetación que llega alto, muy alto, tan alto que cuesta ver el final desde abajo; allí, en la cumbre, una cúpula de cristal que, en ocasiones, deja entrar la luz del sol. Las aves del Paraíso vuelan de árbol en árbol; entre la vegetación discurre un torrente con peces de colores que saltan alegres y cuyas escamas brillan en un fuego cromático. También los pavos reales pasean por este vestíbulo,  mágico bosque que ningún bosque podría igualar.
La Dama Roja espera. Reclinada en lo más alto de una  blanca escalinata. Volcán sobre arena. Su rojo vestido es largo, tan largo que - si bien ella está reclinada en los escalones más elevados-  alcanza el vestíbulo. El rojo de su vestido nos hace saber que nunca hemos visto el color rojo: más rojo que el rojo coral, más rojo que las brasas incandescentes, más rojo que el sol en el ocaso. Todo ese rojo no es color rojo. Su vestido es de color rojo; y es largo, muy largo; y es ligero, muy ligero; y es de ella, como sólo puede serlo. No podría ser de nadie más.
La Dama se reclina en la escalinata, y espera. Su cara blanca, sus labios rojos como el vestido, sus ojos negro charol, su cabello rubio a tan sólo un pequeño paso del blanco.
Tez blanca, cabello rubio, labios rojos, ojos negro charol, vestido rojo. La Dama espera.
Tantos Momentos. Tantas esperas. La Dama espera.
Años y años, ella tan joven…no pasa el tiempo. La Dama espera.
Reclinada, fuego en la nieve, apoya en su mano la cabeza, sus ojos sueñan, entrecerrados; negro charol soñador, que anticipa, que vive ya lo que está por venir, que sabe, después de tantos años y tantos Momentos.
Su Unicornio descansa del largo viaje en el vestíbulo. Días y más días han pasado desde el aviso. Días y más días cabalgando sin cesar un solo segundo. Tenían que llegar. Sin comer ni beber. El tiempo apremia. El Unicornio conoce el camino, lo conoce mejor que la Dama Roja, fue él quien le descubrió el Palacio, él quien la llevó por primera vez, él quien la asombró con esa maravilla desconocida para el mundo. El Unicornio es el tiempo, y el Unicornio recuerda.
El aviso llegó hace unas jornadas. En su isla, la Dama lo esperaba hacía ya tiempo…Las olas la avisaron, como siempre hacían, las olas le dijeron: “llegó el Momento”. Y la Dama voló en busca de su Unicornio, cabalgó y con él esperó la nave de velas doradas que la llevaría a la orilla. La nave llegó pronto, como siempre vacía. La Dama embarcó a lomos de su Unicornio. La nave comenzó su travesía; las velas doradas imitando al sol; el casco dorado reflejando el sol. La nave veloz. El mar furioso.
Olas, espuma, viento.
La nave se balancea, por momentos parece que fuera a hundirse. Pero no lo hace: cabalga las olas y sigue navegando. La Dama, serena e inmutable, contempla el mar, sus ojos perdidos en un sueño de futuro; un futuro que sabe cierto y que disfruta ya.
La nave llega a la orilla y de ella desciende la Dama, a lomos de su Unicornio. Entonces comienza el camino, siempre duro, siempre una prueba. Un camino repleto de escollos, de barreras, de obstáculos. El camino de la determinación,  que sólo se puede recorrer si es inevitable. La Dama roja recorre el camino.
El Unicornio avanza rápido, cabalga. Sus ojos de nube azul se encuentran con los ojos de negro charol de su Dama. No es necesario nada más. Él sabe. Ella sabe. Y es así como el Unicornio parece recibir toda la ternura y el cariño que su Dama siente por él;  y eso le hace cabalgar más veloz, volar sobre la arena, saltar sobre las altas dunas, tras las cuales comienza a intuirse el bosque que pronto aparecerá.
Pero antes del bosque deben atravesar el Laberinto, y el Laberinto no es siempre el mismo. No es posible para el Unicornio memorizar los pasos que debe dar. El Laberinto se transforma a cada instante, sus intrincados senderos cambian de dirección: unos se cierran, otros se abren repentinamente, pero por tan poco tiempo que no es posible entrar. Así pues, el Unicornio se prepara, vuelve a mirar los ojos de su Dama y se aventura al interior del Laberinto. Una vez dentro, el sol que iluminaba y calentaba el exterior se apaga; la Dama ciñe su capa a su cuerpo; el Unicornio tiembla, y continúa el camino. Los setos del Laberinto no permiten ver más allá  del sendero en el que se encuentran, tan altos son…y el Unicornio elige un camino de tierra, y avanza por él; en un cruce de caminos se dirige a su derecha y, en el instante en que está llegando al final del sendero, un árbol aparece bloqueándolo. El Unicornio retorna sobre sus pasos. La Dama guarda silencio. Un rastro rojo va marcando los senderos por los que pasan. La Dama sabe que no debe decir nada, sabe que el Unicornio necesita silencio. Y calla.
Ahora hay dos caminos, uno de ellos de espejo, el otro de arena. El Unicornio se detiene  por un instante y después, con gran resolución, se interna por el de espejo. Amapola sobre nieve. La Dama sobre el Unicornio, reflejados en el suelo. Imagen de sueño imposible en la oscuridad del Laberinto. El Unicornio recorre el sendero, y la luz se vislumbra al final. Camina. El sendero llega a su fin y allí descubren un estanque tenebroso, precedido por dos ángeles de piedra que sostienen una espada, una siniestra sonrisa en sus rostros de piedra erosionada por el tiempo. Las aguas del estanque son oscuras, inmundas, y su olor pútrido, nauseabundo.
La Dama no puede contener un leve grito, que hace temblar al Unicornio. Inmediatamente,  da la vuelta y trota por el espejo hasta llegar al otro camino.
El camino los lleva por un sendero rodeado de setos con extrañas formas, extrañas pero bellas, formas geométricas, hipnóticas –y  la Dama, como siempre,  se pregunta quién pudo haber cortado los setos de esa manera, tuvo que ser al principio de los tiempos, cuando alguien creó el Laberinto. Los setos eran el único elemento que se resistía a la norma del continuo cambio.  No habían crecido,  las ramas permanecían inalteradas y las formas se mantenían tal y como las recordaba en aquella ocasión, tan lejana, en la que por primera vez se había adentrado en esta mágica  incógnita  ¿Qué mente decidió dejar una marca de obra inmutable en un mundo de cambio y confusión perennes? ¿Acaso el autor del Laberinto buscaba una muestra de permanencia en un entorno en el que nada permanecía?- El Unicornio camina tranquilo por este sendero, parece que los efectos hipnóticos de los setos le hayan afectado. Su calma se transmite a la Dama, y los dos recorren el camino como sumidos en un agradable sopor que, sin que ellos se den cuenta, se transforma en un profundo sueño.
Cuando despiertan, descubren que están fuera del Laberinto. No saben cómo ha sucedido, ni qué extraño poder ha decidido dejarlos salir. En su sueño, no han visto los blancos setos del fin del sendero abrirse como una puerta y volver a cerrarse una vez hubieron salido.
Ahora, miran hacia atrás y no ven más que la espesura del bosque. Del Laberinto no hay ningún rastro. Parecería que jamás hubieran estado en él. Pero han estado, y el tiempo ha pasado rápido. Lo que habían parecido unos minutos, en realidad han sido muchas horas. La luna llena está en lo alto y, con ella, el susurro de la noche y la brisa de las estrellas.
Indiara – pues ése era el nombre de la Dama- ni siquiera piensa en detenerse, tal es su premura por llegar al palacio blanco. El Unicornio lo sabe, y él tampoco desea un descanso, si bien las horas empiezan a pesar en su cuerpo. Pero el Unicornio sabe. Sabe más allá de la duda, sabe desde siempre, sabe desde antes de saber Indiara, su Dama, a quien había visto nacer una mañana de tempestad y cielos de tormenta.
Siguen, así pues, su camino.  El Unicornio camina sin descanso. Y la Dama ,sus ojos de negro charol casi invisibles en la noche, sueña el mañana, y su roja boca dibuja una sonrisa en la que se esconde todo el amor, la ansiedad, la promesa, el placer, el adiós, la memoria, el retorno: la vida entera. Toda la vida en una sonrisa.
Y entonces llegan a otro de los obstáculos que el amor siempre pone en el camino de los amantes: ante ellos se encuentra el bosque de cristal. Un bosque casi invisible, los árboles frondosos, las hojas perfectas, las ramas como cuchillos. El bosque de cristal entraña gran peligro: se cuenta que algún viajero murió atravesado por una rama.
Es de noche. El bosque, invisible. El Unicornio tiembla y su temblor despierta a Indiara de su ensoñación. Al encontrarse en el bosque de cristal, ella tampoco puede evitar que un temblor recorra su cuerpo. Mira al cielo y sólo ve la nada más absoluta. Ni una estrella, ni una nube. Nada. Oscuridad. Vacío. Y por primera vez, Indiara siente su ánimo desfallecer, por vez primera piensa que, tal vez, no verá a su amor. Y este pensamiento la vuelve líquida, no puede sostenerse sobre el Unicornio, se cae, se cae…y mientras cae mira al cielo, como pidiendo auxilio. No sabe a quién la pide,  pero necesita ayuda. Porque su amor es su vida, y sin él no vive.
Entonces sucede. De pronto ya no hay vacío, la luna ha visto a la Dama y, compadecida, ha decidido ayudarla. Blanca luna, luna clara, sus rayos más blancos que los rayos del sol, más amables, más dulces; su blancura infinita. La blanca luna ama a los amantes. También ella, al igual que el Unicornio, sabe. Sabe más que ellos mismos. Y la luna ayuda porque desea que Indiara viva, y vivir es encontrarse con su amor.
Ahora, la luz de la luna refleja el cristal de las agudas ramas, deja ver la perfección de las hojas de todos los árboles del bosque. El Unicornio tienta cada paso, mira con exagerada atención. Mide, con total exactitud, la altura de cada rama, no quiere que una de ellas toque a su Dama. Se inclina, se alza sobre sus patas traseras, se encoge como como un pájaro mojado por la lluvia. De repente, una rama aparece como de la nada, una rama afilada como una espada, a la altura de la cara de la Dama.  Pero el Unicornio, al verla, salta como nunca había saltado, y la rama se hunde en su pata trasera. El Unicornio no emite ningún sonido, no quiere alarmar a su Dama. Ella, en cambio, emite un leve grito: “¡Unicornio!”, mientras  descabalga. Ansiosa, acude a mirar la herida y ve que no es profunda. Rojo sobre blanco: la roja sangre manchando el blanco pelaje. La Dama Roja desgarra un trozo de su vestido y con él hace un vendaje para el Unicornio.
El Unicornio sonríe en su interior. Su amor por la Dama no conoce límites, y no siente dolor. Se siente flotar en la nube de su amor por ella. Por su Dama de la tormenta.
Se miran a los ojos: azul y negro charol se confunden.
-       No te preocupes, mi Dama de tormenta. No siento dolor
-       Temo por ti, Unicornio, volvamos al Castillo del Mar, te curarán la herida.
-       La herida ya está curada, mi Dama, la has curado tú con tu aliento. Debemos ir al Palacio. Sabes que es inevitable. No tenemos elección.
-       Pero Unicornio, deben curarte, no quiero arriesgar tu vida.
-       Te lo he dicho, Dama de la tormenta, mi herida sanó. Mírala : ya no sangra.
E Indiara mira, retira la venda y ve que es cierto: donde antes había una herida que sangraba, ahora sólo hay blanco pelaje. La sangre que teñía su pelo ha desaparecido también, y el Unicornio está, una vez más, inmaculado, su blancura aún más blanca, su suavidad más esponjosa.
El amor hace estos milagros.
Así, más unidos aún que antes, un trocito más del corazón del uno en el corazón del otro, continúan su camino.
Y entonces ocurre. De repente la noche se hace día. Los árboles se hacen árboles: árboles de tronco y ramas y hojas verdes. Y oyen un sonido al principio muy tenue, que se va haciendo cada vez más fuerte, más y más fuerte a medida que se aproxima. Y en el cielo aparece una bandada de pájaros rojos como la Dama Roja. Cada pluma de un rojo inimaginable, inexistente. No son muy grandes, los pájaros, su belleza indescriptible. Se acercan a ellos, los rodean. La Dama los mira, y al mirarlos no cree lo que ve: tanta belleza es imposible, y sin embargo…
Los pájaros se sitúan delante del Unicornio, y con una voz no oída le dicen que los siga. Un nuevo día, día de sol. Los pájaros rojos les muestran el camino y ya no están solos.
Han sido muchos los Momentos, muchos los viajes, muchos los Encuentros. Y en cada uno de ellos una nueva maravilla imposible que los ayuda a encontrar el Palacio olvidado. ¿Es el Palacio el que los llama? ¿Es el Palacio Blanco el que envía siempre, cada uno de los Momentos, el milagro nunca visto que los conduce a él?
Eso no lo saben  ni la Dama Roja ni el Unicornio. Quizás fuese la luna, que los amaba y que sabía. ¿Tal vez el Caballero? No lo saben. Ni el Unicornio ni la Dama Roja. Pero siempre logran alcanzar su destino. Inevitablemente su destino inevitable.
Cabalgan tranquilos entre los blancos troncos de los abedules con sus hojas cubiertas de escarcha. Bosque blanco teñido de rojo: rojos pájaros, Dama Roja. La calma entra en ellos como entra la lluvia en el campo, moja todo su interior y ya no hay dudas ni temores: sólo hay certeza.
Desde lo lejos, pueden ya intuir el Palacio Blanco. Pueden ver algo que nadie más, excepto el Caballero, podrá ver. El blanco bosque y las blancas nubes, que siempre aparecen cuando alguien se acerca, tornan el Palacio invisible para ojos extraños. Porque el Palacio es de ellos, sólo de ellos dos. Un Palacio de origen incierto que,  con el tiempo,  ha decidido pertenecerles, se ha acomodado a ellos, se prepara para cada Momento, florece con la llegada de la Dama, vive y vibra con la presencia de la Dama y su Caballero. Se transforma continuamente, revive de sus largos letargos de interminable espera; son su vida, su finalidad, el motivo de su existencia.
Y el Palacio Blanco les da la bienvenida, un dulce murmullo se oye en el bosque de abedules, un murmullo hipnótico, armonioso y extraño, que parece llegar de otro tiempo o de otro lugar, lejano. Un murmullo que Indiara conoce y que porta con él el recuerdo jamás olvidado de todos y cada uno de sus Momentos. El Palacio recuerda también, y en su  melodía envuelve detalles e imágenes de esos Momentos vividos por la Dama y su Caballero . El murmullo penetra en ella y la devuelve a aquellos Momentos pasados que nunca podría olvidar y que ahora vive de nuevo, como  por vez primera. Su corazón vuela en su interior, convertido en rocío, libre, feliz, completo en pequeños pedacitos de éxtasis.
El Palacio Blanco vive para la Dama Roja y su Caballero.
El corazón de la Dama Roja vive para su amor: normalmente sereno, en continua ensoñación, en aparente letargo…vive para esos Momentos, está hecho para ellos y vuela, vuela en el interior de la Dama Roja. Su vida recomienza, tiene sentido en esos Momentos: ella es del Caballero y por él vive. El mar plácido se despierta y estalla una tormenta: altas olas, blanca espuma, poderosas corrientes  anticipando la vida de la Dama, que comienza en cada Encuentro y a su fin termina.
Y así, rodeados de los blancos abedules, blancos troncos, blancas hojas cubiertas de escarcha, blancas nubes, blanca niebla - que había ido apareciendo y haciéndose más y más densa según se aproximaban- llegaron por fin la Dama Roja y su Unicornio.  Pájaros rojos, blanco Unicornio. Y las rejas que formaban el portal del Palacio,  hechas de tiempo y de olvido, se abrieron. Y los pájaros cantaron su despedida y regresaron volando al mágico lugar de donde habían llegado.
Y eran sólo dos, Indiara y el Unicornio, los que atravesaron los jardines que sólo podían imaginarse, pues tales jardines no podían existir fuera de la magia de aquel lugar. Y lo que era blanco desde fuera se transformó en todos los colores conocidos y en otros colores que nunca nadie ha visto, colores imposibles en flores inefables que se agrupaban formando arcos, formando lluvia, que caía incesante.  Una lluvia de flores que llegaba a la tierra y encontraba el lugar ideal para acomodarse en unos jardines que no podían existir y por los que ahora caminaban -como tantas otras veces- Indiara y el Unicornio.


CAPÍTULO 2

La Dama es roja. El Palacio es blanco.
Y la Dama espera, reclinada en una de las blancas escalinatas, viviendo en su mente el Momento que está por llegar.
Y, en ocasiones, algún ave del paraíso se acerca a ella y con el terciopelo de sus alas acaricia con una ternura infinita  su cara de terciopelo. La Dama mira al ave, y en sus ojos de charol se dibuja una leve sonrisa, que encierra en sí toda la dulzura que hubo y habrá; la misma dulzura que asoma cuando mira al Unicornio, que pasea feliz por el mágico bosque que ningún bosque podría igualar.
El escenario cambia. El bosque desaparece. Y donde antes había árboles, vegetación, aves del Paraíso, pavos reales, ríos con peces de colores ahora hay un lago púrpura, que destella bajo una luz que no es ya la del sol, sino la de la Dama Blanca que todas las noches asoma y que tan gentil se ha mostrado siempre con la Dama Roja.
Y la luz es blanca y tenue, y envuelta en ella, la Dama es aún más roja. Su largo vestido de un rojo inexistente adquiere un brillo que acentúa el contraste: rojo vestido, blanca piel. Piel aún más blanca. Rojo más rojo aún.
El Unicornio se para, mira atentamente a su Dama, sabe que el Encuentro es inminente, y lentamente camina hacia el fondo del siempre cambiante vestíbulo, y se funde con las sombras.
Se oye un sonido, un débil rumor que se va acentuando poco a poco. El portal se ha abierto de nuevo, y los cascos de un caballo dejan sus huellas en el sendero que conduce al Palacio.
El caballo es orgulloso, digno, majestuoso. Su color negro y brillante, como una noche de cálido verano. Sus ojos inteligentes y cautos. Montando el caballo, su Caballero: el Caballero de Bruma.
El Caballero es alto, su cuerpo vestido de cuero, de un cuero de bosque y de tierra. Su semblante, tallado como si de madera se tratase: altos pómulos, boca de expresivos y finos labios, un semblante de tiempo y de dolor, de viento y de luchas, de sol y de sangre derramada en tantas y tantas batallas, en tantos y tantos trances. Algunas marcas señalan el lugar en que una daga, una espada o una flecha han tocado su piel. Una piel también de bosque, también de tierra. La piel de un hombre que tanto ha vivido que ya no recuerda y que, sin embargo, nada olvida. De una vida que no tiene años, pues no se tiene lo que ya no importa.
Sus ojos, grandes, enormes, sin fin. Ojos color tempestad, ojos que han visto lo que nadie más ha visto. Ojos que han visto el fin de la Tierra, el abismo que se abre cuando ya no hay más caminos, los colosos que sujetan, impertérritos, su mundo.
Ojos que han visto dragones, de todo tamaño y condición, que los han visto exhalar el último suspiro, la espada incrustada en su dura carne; y su incrédula mirada al saber que un humano ponía fin a su vida infinita. Ojos que han visto morir a otros caballeros como él mismo, en batallas luchadas por orden de un rey, matando a hombres a quienes no quería matar, defendiéndose de hombres que no querían matarlo. Ojos que han visto reinos derrumbarse, reinos que no podían derrumbarse. Castillos eternos de los que sólo quedan ruinas. Caballeros invencibles vencidos en la batalla. Hombres fuertes, valientes, sin miedo, llorando como lloran las gaviotas en su vuelo. Amigos fieles, amigos profundos, amigos que darían su vida por él traicionándolo por lo que perderían en tan poco tiempo. Ojos que han visto todo lo que el mundo puede mostrar y que nadie más ha visto en esta tierra. Ojos sin fondo, ojos de tempestad, con todo un mundo encerrado en su interior.
El Caballero es un hombre, un hombre con armadura de cuero, como la tierra. Un hombre.
Y sin embargo…
Sus ojos no tienen tiempo, o de tiempo están hechos. Todo lo han visto y nada puede sorprenderlos.
Recuerda al último de los dragones, que siempre son el último. Recuerda cómo su espada penetró en su carne, con ternura, pues el hombre respeta a los dragones, animales sagrados y eternos, su boca un volcán, su mente cargada de sabiduría. Animales que matan porque no conocen nada más: para eso nacieron. Y él, que debe matarlos porque nació para eso. Cada uno deja una marca en su alma, su alma de guerrero. Y cada muerte añade tiempo a sus ojos.
Y sin embargo…
Ahora piensa en su Dama Roja, y todo se transforma.
Sus ojos de tempestad no pueden reprimir una leve sonrisa, y esa sonrisa convierte a sus ojos en ojos de infinita ternura. Unas suaves arrugas aparecen, la tempestad se extingue, el tiempo se desvanece; y no es ya el guerrero sin tiempo, es el hombre enamorado, ansioso por el Encuentro. Un Encuentro que, como todos los demás, ayudará a que su vida siga transcurriendo entre batalla y batalla, hasta el Encuentro siguiente.
Y sus labios se curvan, y su semblante no es ya un semblante de tierra y de bosque. Es un semblante de un ser recién llegado a este mundo, a quien todo sorprende, inocente…
Y el amor por su Dama lo ocupa todo: rostro, corazón, alma, cuerpo, mente. Y su corazón, como el de su Dama, no puede soportar tanto amor y estalla en miles y miles de pequeños pedacitos que recorren su cuerpo, convirtiéndolo en un cuerpo casi líquido o quizás en un cuerpo de aire, que podría echar a volar si no estuviera sujeto a las riendas de su caballo.
Y todo, todo, todo desaparece. Ya no hay batallas, ni castillos ni imperios. Ya no hay dragones, ni amigos que traicionan. No hay espacio para ellos. Ya no ha conocido el fin de la Tierra ni ha visto a los Colosos sujetarla. No ha visto nada, no ha vivido nada, no ha matado a nadie ni nadie ha intentado matarlo. No hay sangre como ríos surcando los campos de batalla, ni hombres que al morir recuerdan. No hay dolor, no hay traición.
Todo desaparece.
No hay espacio para su vida.
Todo lo ocupa su Dama.
Su Dama Roja, a la que ha conocido desde el inicio de los tiempos; ninguno de los dos recuerda su primer Encuentro, ya que su amor es eterno como el Palacio hacia el que se dirige. Es un amor que nunca cantará poeta alguno, puesto que ninguno podrá imaginarlo y nadie podrá vivirlo. Es un todo que da forma a sus almas. Él es ella. Ella es él. Los miles de pedacitos en los que su corazón se parte son pedacitos de sus dos corazones, ya que los dos son uno solo. La sangre que le da vida es la sangre de los dos, pues las dos recorren sus cuerpos. Su mente, que tanto recuerda, que tanto ha visto, les pertenece a los dos.
Así es también para la Dama Roja.
Uno, los dos.
Los dos, sólo Uno.
Dos partes de un todo, una quimera, una mezcla perfecta y completa.
Y sonríe, como Indiara. Sus finos labios… Y como ella recuerda todos y cada uno de sus Momentos. Y como ella anticipa el que está por venir, conociéndolo ya antes de haberlo vivido.
Se sigue acercando. Cada vez está más próximo, su caballo negro como suave noche de verano camina con cuidado, no queriendo, con sus pasos, rasgar el silencio que todo lo invade. Un silencio de espera que, sin embargo, rompe al fin, haciendo que Indiara -hasta ahora reclinada en la blanca escalinata, su corazón antes entero recorriendo su alma- vuele al vestíbulo, su vestido larga cola de ave del paraíso en el vuelo que el amor ha provocado.
Y ya está ante el portal del Palacio, y desciende suavemente, y con sólo una mirada, el portal se abre dejando a Indiara contemplar  su sueño: su Caballero de Bruma.
El Caballero la ve, la ve como aquella primera vez que ninguno de ellos recuerda, y desmonta, y se acerca. Y ya están los dos juntos, uno frente al otro, a una distancia casi imperceptible que, como si fuera un espejo, los hace verse el uno en el otro.
Dos y Uno.
Y ese espejo parece impedir el contacto entre los dos amantes, que se miran, se miran, se miran... Siempre. Negro charol, tempestad aplacada. No pueden dejar de mirarse. No necesitan palabras. El mundo de él y el mundo de ella son ahora el mismo. Y el ahora es lo único que existe. Y se miran, se miran, se miran…y en sus ojos encuentran el anhelo, la vida, sus vidas en una mirada. Y todo saben el uno del otro. Sin palabras. Y sus vidas ya son una.
Dos y Uno.
Y cada uno de ellos recupera la parte de su ser que, durante un tiempo, estuvo lejana.
Poco a poco la distancia de espejo se disuelve en el aire y los dos amantes, unidos por una sola mirada, un invisible imán donde antes había un espejo, se acercan hasta que ya no pueden acercarse más. Y Bruma acoge entre sus brazos a Indiara, e Indiara abarca con los suyos a Bruma. Sus cabezas reposando en el hombro del otro. Sus ojos cerrados. Y Bruma respira la espuma de las olas e Indiara respira las hojas de los bosques…
Bruma coge en brazos a su amada. Indiara reposa su rostro en el pecho de él y escucha cómo sus pedacitos de corazón suben y bajan, bajan y suben…Entran en el Palacio Blanco. El vestíbulo de luna lleno. Suben así la escalinata, ella cierra los ojos para sentir más. Los brazos del guerrero, de acero en la batalla, son ahora de pluma y terciopelo. Suben y suben la larga escalinata, hasta llegar a lo alto, y allí, una puerta cerrada se abre con sigilo; una puerta alta, de espejo, en la que por un instante Bruma se ve y la ve a ella. Mar y bosque. Luna y noche.
Y con ella avanza por un corredor cuyas paredes son de cristal, a través del cual vislumbra el eterno bosque de blancos troncos, las rojas aves que han vuelto a sobrevolar  el Palacio, queriendo asegurarse de que la Dama está bien, está en paz…y lo miran y la miran y una nube roja abandona el Palacio en dirección desconocida, quizás hacia el río cercano, quizás hacia el mar,  la espuma. Satisfechas y en paz.
El techo del corredor es también de cristal, y la Luna observa también a los amantes y por ellos brilla más aún. No hacen falta lámparas ni velas en el Palacio. La Luna es su aliada, siempre tan próxima...
Al avanzar, Bruma se encuentra con otras puertas de espejo que se van abriendo a su paso. Siente tan cerca a su Dama. Por fin, la última puerta se abre y por ella se interna.
Al otro lado de la puerta les espera un lago humeante, caliente, de aguas tan azules que el Caballero debe cerrar los ojos un instante para acostumbrarse a su color. En cuanto entran, la puerta se cierra, y están los dos solos y el lago, en el cual se refleja la vidriera que es ahora el techo. Y el azul no es ya sólo azul. Lago y vidriera se confunden para resplandecer en una miríada de colores.
Alrededor del lago, una lisa pradera de suave hierba y sobre ella, un lecho de rosas rojas.
El Caballero posa suavemente a su Dama, y ésta abre los ojos para descubrir su lago, que los ha acogido en tantas ocasiones, y por sus mejillas corren dos lágrimas que no son de tristeza, que son de amor y de alegría. Sus ojos dejan el lago y se posan en los ojos de Bruma. Ahora son Bruma e Indiara. Por fin son Bruma e Indiara, ya no son la Dama y el Caballero. Y por un momento, vuelven a fundir sus miradas, negro charol y tempestad. Y él le dice, susurrando, su voz grave de tormenta teñida de amor y deseo:
-       Ven aquí, niña mía. Acércate más, niña del Mar.
-       Sí, mi Caballero de la Noche.
-       Te he traído otra estrella, niña mía. (Le dice, sacando la estrella de su bolsa de cuero, donde está envuelta en escarcha para que no se marchite)
-       ¡Qué bella estrella! La plantaré junto a las otras, en mi jardín de estrellas en el mar.
-       Plántala, niña del mar, y deja que crezca.
-       Crecen siempre, Bruma, de ella saldrán nuevas estrellas, regadas por la espuma. Pero déjame darte lo que para ti he traído.
Y de una bolsa hecha de fino coral, Indiara saca una pequeña urna de cristal, en cuyo interior reposa el más maravilloso caballito de mar.
-       Mi amor, él me acompañará a partir de ahora. El mar estará conmigo, y con el mar estarás tú.
Y entonces se acercan más aún, y por fin sus labios se encuentran, unos labios que no tienen sentido sin los labios del otro, pues para el otro están hechos. Y sus bocas se funden, y el amor y el deseo tanto tiempo acumulados salen por fin, y una boca entra en la otra, y una lengua acaricia la otra, y sus lenguas se persiguen en intensa batalla, se unen, se separan, se buscan, se encuentran, se tocan, se retiran de nuevo, buscan un nuevo ángulo para reencontrarse. Los pedacitos de sus corazones vuelan, y ellos vuelan también, se alzan sobre el lago, sus bocas en búsqueda continua, sus brazos estrechando al otro, sus manos comenzando a explorar el cuerpo del otro. Y no pueden respirar y no les importa, porque no pueden separarse ahora.
Entonces, con sus bocas unidas en un beso que no puede acabar, descienden de nuevo a la suave pradera y entonces, con sus bocas unidas, ella comienza a quitarle la ropa y él comienza a quitarle el vestido. Vestido rojo de rojo imposible, ropa de cuero de color de bosque en otoño. La ropa arrojada a la hierba para liberar sus cuerpos.
Y la ahora niña del mar recorre con sus dedos cada nuevo recuerdo, cada nueva línea en el cuerpo de su amado. Y así, las cicatrices desaparecen, como ya habían desaparecido el tiempo y el pasado. Y el cuerpo de su amado es madera tallada, como su rostro, músculos de plomo que ahora son terciopelo y pluma para ella.
Y Bruma contempla, como siempre asombrado ante el milagro, el cuerpo perfecto de su niña del mar. El cuerpo blanco, de una insolente blancura que apaga la luna. Cada parte de su cuerpo, que él conoce de memoria, la escultura inasequible con que los artistas sueñan. Su negro cabello resbala por su espalda. Negro sobre blanco. El rojo de sus labios más rojo aún.
Se cogen de la mano y juntos se internan en el lago, un lago cálido y limpio, hecho de azul y de todos los colores, que los acoge con ternura, que los estaba esperando, pues es para ellos.
Se internan en el lago, y avanzan hasta la otra orilla, donde, mecidos por las imperceptibles y cálidas ondas, se abrazan de nuevo. Y de nuevo renacen sus bocas, buscándose. Y sus manos recorren cada uno de los rincones del cuerpo del otro. Se cierran sus ojos : tempestad aplacada, negro charol. No quieren ver. Quieren dejar que sus corazones sigan fundiéndose, que sus sentidos absorban todo lo que sus manos les dicen. Y en la cámara del lago es todo silencio, alterado tan sólo por algún sonido antiguo que no viene de sus labios, que viene de sus almas.
El abrazo es cada vez más intenso. Las manos aceleran su búsqueda. El recorrido es más amplio. El revivir es más vivo. Los labios arden como si un extraño fuego se hubiera apoderado de ellos. Y sus cuerpos se unen más y más, están más y más cerca hasta que no pueden acercarse más. Y sin embargo no es suficiente, sus cuerpos están fundidos el uno en el otro. Y no es suficiente. Ya no distinguen cuál es su cuerpo y cuál el del otro. Y no es suficiente. Sus cuerpos están sobre el terciopelo que es la orilla del lago, y los envuelven sus aguas, y los envuelve el sudor de tanto conocerse; y los envuelven los sentidos, que les regalan un placer que, de tan inmenso, es irreal. Y no es suficiente. Se sienten aún lejanos. Sus cuerpos les piden, les imploran estar más cerca.
Y entonces, el milagro se produce.
Los dos, sólo uno.
Un uno hecho de dos.
Entonces, sus cuerpos están en el terciopelo de la orilla. Pero ya no están.
Sus dos cuerpos, luna y tierra, continúan la batalla, la batalla por ser uno.
Pero sobre el lago aparece una nube, nube clara, y esa nube son también sus cuerpos, que por fin se han unido más de lo que podían unirse; que por fin son uno.
Un uno hecho de dos.
Por fin han llegado a hacer imposible una unión mayor.
Y la nube, que suavemente sobrevuela el lago, es el uno que eran dos. Nube clara, casi transparente, de la que emana una luz que no es de su mundo. Una luz feliz, completa, cálida, dulce. Que es un uno, hecho de dos.
En el terciopelo de la orilla, ellos la sienten. Sus sentidos se apaciguan cuando la nube aparece. La tranquilidad sustituye a la batalla. Una paz infinita los envuelve. Se relajan. Sus cuerpos se separan. Uno al lado del otro. La cabeza de ella reposa en su pecho. El pecho de él se eleva, desciende, suave, en paz. Su mano acaricia el pelo de su niña del mar, con ternura infinita. La mano de la niña acaricia su pecho como se acaricia algo precioso y frágil, como si pudiera romperse…
Y lentamente salen del lago, y lentamente se acercan al lecho de rosas, y suavemente en él descansan. El uno junto al otro. Sus manos que acarician. Negro cabello, pecho de mármol, un mármol tibio y suave, con sus músculos de pluma.
Un sentimiento nuevo sobrevuela la estancia. Algo que, no por esperado, deja de sorprenderlos.
Nostalgia.
Están juntos, uno al lado del otro, se acarician…y ya se añoran. Se sienten, se huelen, se miran…y ya no están. Y el tiempo aparece junto a ellos; el tiempo, que tan poco les afecta en tantas cosas y que sin embargo hará que tengan que separarse en un instante, unas horas, unos días. No importa: será un instante. Lo saben, y estando juntos sienten ya el peso del tiempo en el que no lo estarán; uno al lado del otro, y separados ya por esa barrera de hielo que es el tiempo, que todo lo enfría y que los hace tiritar. Porque en un instante la cercanía se acabará, y vendrá el tiempo de la nostalgia; y esa nostalgia parece no poder esperar, parece tener prisa por aparecer en sus vidas. La nostalgia que hace que el corazón deje de volar, sus pedacitos revoloteando en sus pechos…dejan de ser pedacitos, se unen de nuevo y no vuelan más. Y el corazón pesa, se hace muy pesado dentro de ellos. Tan juntos y tan lejanos. Separados ahora por la barrera de hielo que ha venido a buscarlos. Sabiendo el futuro.
Intentan derretir la barrera, Indiara le cuenta las anécdotas más ligeras de su vida en el Castillo del Mar: su amistad con las ninfas, los opulentos bailes, los banquetes, su eterno cuidado del jardín de estrellas, la risa que aquel día iluminó los grises cielos cuando su amiga le dijo…
No le cuenta, en cambio, las peleas con su padre, el Rey, tan estricto. No le cuenta cómo tuvo que esconderse, una vez más, para hacer su viaje en la nave de oro; para llegar al Palacio Blanco con su Unicornio. No le cuenta el milagro que hace que no pase el tiempo en su castillo durante sus Momentos con él, milagro que permite que su padre, el Rey, no pueda notar su ausencia.
Bruma le relata sus aventuras como si de un juego se tratase: los nuevos lugares que vio, cómo aquella noche no se puso el sol en las tierras lejanas, cómo el rocío de la tarde descendió sobre él como nube de arco-iris en el lugar donde viven las hadas, cómo recogió su nueva estrella, encaramado al árbol más alto…
No le cuenta la batalla contra el pueblo enemigo, ni cómo vio la muerte en los ojos de los que caían con una flecha atravesando sus cuerpos; ni su lucha contra ese dragón que siempre es el último, que antes de morir clavó en su carne las uñas de su garra causándole tan terribles heridas que gritaba su nombre en la oscuridad de la noche, mientras las lágrimas caían de sus ojos por su propio dolor y por el del dragón, esa hermosa y noble criatura que no sabía que no debía matar.
Y ella cree que puede engañarlo. Y él cree que puede engañarla.
Y los dos sienten el peso de plomo de sus corazones congelados por la nostalgia.
Creyendo que el otro no lo siente.


CAPÍTULO 3

La nostalgia es niebla.
La niebla es un misterio, una maga que hace que el mundo desaparezca ante nuestros ojos.
Pero la niebla también llega dentro, más adentro, hasta nuestros corazones. Lo brillante lo vuelve pálido, el color se apaga, la alegría se entristece…
Y esta niebla llegó al lago y todo lo cubrió. Y la sintieron antes de que llegara, pues estaba cerca el tiempo de la despedida.
Seguían abrazados, juntos, muy juntos. Tan juntos que no había espacio para nada más entre ellos dos. Tan juntos que no se sabía dónde acababa uno y dónde empezaba el otro. ¡Tan juntos!
Hasta que, nuevamente, no pudieron soportar tanta cercanía y buscaron más. Y el ritual se repitió, y los besos, los abrazos, las caricias, las manos continuas sobre los cuerpos, las bocas que todo lo exploraban, el sudor, el no poder más, el querer más , el buscar más, el llegar a todo lo posible. La unión total, el placer sin fin, el “yo no soy nadie sin ti”, el “tú eres la mitad que me faltaba”, el ascender con la nube entre la niebla, dos y uno, uno pero dos, el bajar nuevamente al lecho de rosas, el volver a estar abrazados como al principio.
De nuevo abrazados en el lecho de rosas, rodeados de niebla.
Ya no hay luna, no hay sol, no hay cúpula en las alturas, apenas hay lago. Sólo hay niebla.
Y la Dama Roja, la niña del mar comienza a sollozar, y el sollozo se convierte en llanto. No quiere que él la oiga pero no puede evitarlo. Y es que Indiara está con su amado, con su Caballero de bruma, pero sabe que ya no está con él. Está viviendo ya el tiempo en el que nuevamente, no saben cuántos días, meses, años, estarán separados. Y ese pensamiento es tan imposible, tan inabarcable, que hace que su mente no pueda asimilarlo si no es por medio de las lágrimas que fluyen ahora sin mesura de sus ojos de negro charol.
Y Bruma, el Caballero que nada teme, el Caballero de todas las batallas, de todos los enemigos, de todos los dragones. El Caballero que no conoce el miedo está ahora asustado. La vida le da miedo. Su pecho está mojado con las lágrimas de su niña.
Y teme.
La vida sin ella. Una vida a medias, incompleta. Una farsa en la que tendrá que pretender estar entero sabiendo que le falta lo que necesita para vivir.
Cuando llega el tiempo de la despedida, cuando ya no hay esperanza ni recurso ni estalló el cielo ni se hundió la tierra haciendo imposible ese instante…cuando su destino se cierra y los caminos se abren para hacerlos marchar. Entonces ya no hay lágrimas. Ya las han agotado. Los vivos lloran, los muertos no.
Salen juntos del palacio.
Visten las mismas ropas que vestían cuando se encontraron. La Dama es roja de nuevo, Bruma es de nuevo un guerrero.
Y se miran una última vez, y sus ojos absorben al otro: su amado. Y ven su rostro y a través de sus ojos ven el desgarro de sus almas, almas partidas en jirones que se diluyen en sus venas y poco a poco mueren. Cada uno ve el alma del otro. Y cada uno, como si no supiera, ensaya sin éxito el arte del disimulo curvando sus labios en una sonrisa en la que los ojos no participan. Pero la aceptan. Cada uno pensando en el otro y sabiendo que tal sonrisa es el gesto más triste que jamás hayan visto, la aceptan como si fuera real.
El beso de despedida es largo, intenso, profundo. Y con él intentan apoderarse del otro, aspirarlo hasta conseguir llevarlo dentro de sí; para no notar la ausencia, para lograr lo imposible. Pues la vida sin el otro es imposible. La vida sin el otro no es una vida. Pueden respirar, pueden ver, oír, sentir frío, calor; pueden caminar y pueden pararse, sentir la lluvia, oler la tormenta. Cualquiera que los viera pensaría que estaban vivos.
Pero no pueden vivir.

 CAPÍTULO 4

El regreso de Indiara es largo, mucho más largo que la llegada. Cuando llegó la esperaba la vida, ahora su vida está ausente.
Sus labios saben a Bruma, su olor está dentro de ella y su piel aún siente la piel de su amado.
Pero hace tanto tiempo…apenas un instante que son años de ausencia, un instante que transforma lo vivido en imposible. Duda de sí misma y, en ocasiones, le parece que tanta felicidad es algo que un día soñó, pero no algo real. Pues tanta felicidad no puede existir.
Se siente más sola de lo que se sintió nunca. Al menos más de lo que recuerda, pues siempre se siente igual de vacía cuando su Caballero parte.
Pero ésta es la única vez.
Ésta es la única despedida.
No se reconoce. Ella es ella y es él. Ahora sólo queda ella y no se reconoce. No se gusta. Es un trozo sin vida de lo que antes fue completo; de lo que antes tuvo sentido; de lo que antes era…existía…vivía…
El Unicornio siente dentro de sí el vacío de su Dama. Siente que lo han vaciado por dentro y de él queda sólo el cuerpo, sin alma. Sabe que no hay nada que pueda hacer por ella y esto hace que el vacío sea más profundo. Camina con cuidado, con suavidad. Para no alarmar a su Dama. De cuando en cuando vuelve su cabeza para mirarla y lo que ve es un cuerpo vacío como el suyo y unos ojos negro charol que nada dicen. El negro es ahora el negro de una caverna nunca explorada, que no conoció la vida. No hay luz. No hay brillo. Tan solo opaca e inánime oscuridad.
El camino está ahora libre de todos los obstáculos que encontraron a su llegada, y a su salida del Palacio Blanco encuentran un sendero que los conduce directamente hacia el mar.
Un viaje tan corto, y sin embargo…
Sin embargo, Indiara no puede asumir su no vida, no puede asumir el ya no ser ella, sin su Caballero. No sabe cómo debe asumir esta nueva existencia que es no estar viva y respirar al mismo tiempo. Este estado no ha sido estudiado por los sabios, no hay libros que enseñen cómo existir sin vida, no conoce a nadie que haya existido así (cree que no conoce, pero conoce bien a Bruma, cuya existencia es como la de ella). E Indiara se desespera y ya no sabe si es mejor existir sin vida o no vivir.
Y el bosque de abedules los rodea, y su belleza no entra por los ojos de la Dama ni por los de su Unicornio.
Un viaje tan corto, y sin embargo Indiara no ve lo que la rodea, ni siente la suave brisa que viene del mar, ni su olor que le indica que está más y más cerca de su hogar. Porque no quiere pensar en lo que será su no vida cuando llegue al Castillo. No quiere pensar en que deberá hablar, moverse, reír. No sabe si será capaz de hacerlo aunque en el fondo sabe que sí puesto que aunque no lo recuerde lo ha hecho ya tantas veces…pero aunque no recuerde siente que esta vez será diferente, habrá algo nuevo que hasta entonces no hubo. No sabe qué será, pero dentro de sí sabe que no será como antes; y la incertidumbre añade ansiedad al vacío e Indiara rompe a llorar y cuando lo hace el bosque se estremece, pues nunca un llanto fue tan amargo; nunca un llanto dejó escapar una vida. Y la vida de Indiara se hace agua y sale por sus ojos en torrentes que, a su paso, inundan el bosque de abedules y no riegan la hierba o las flores sino que las hacen morir; son torrentes de no vida que hacen que nada pueda vivir por donde discurren.
El Unicornio no puede más, su amor por su Dama guía su vida y verla morir por dentro lo hace morir a él también.
Y así avanzan, dos espectros en un bosque de abedules, desapareciendo. Quien por allí pasara no vería más que dos sombras livianas y blancas, como vaho que saliera de los árboles.
Y así, como espectros, llegan a la orilla donde los espera ya la nave de oro que esta vez no es brillante ni refleja un sol que no se ve. La nave se ha transformado también y ahora es una nave triste y derrotada por la que han pasado mil años desde la última vez que la vieron.
E Indiara piensa, como siempre, que el tiempo se detiene cuando está con Bruma y que lo que parecieron apenas dos días deben haber sido años; años que, sin embargo, ahora no son más que minutos…el Palacio Blanco encierra en sí una magia que va más allá de lo que el ojo puede ver y el tiempo pasado entre sus muros no puede medirse de la misma forma que el tiempo del mundo conocido.

 CAPÍTULO 5

Y llega al Reino del Mar envuelto en niebla y entra en el castillo y ve a la gente que lo habita, y la gente está inmóvil, paralizada mientras subían la escalinata, o mientras hacían la comida, o mientras los enamorados se besaban. Paralizada en el minuto exacto en el que ella se fue, haciendo lo que fuere que hicieran en ese instante. E Indiara deja a su Unicornio, que la despide arrimándole su hocico, dándole ánimos, dándole un beso, como diciéndole: “estaré aquí esperándote para cuando me necesites” y sube lentamente la escalinata que la conduce a su cámara y allí cambia su vestido de un rojo inimaginable por otra ropa tan gris como su espíritu. Cuando no está su Bruma ya no es la Dama Roja, es tan sólo Indiara, del Reino del Mar.
Se reclina en su lecho y sueña despierta que sigue con él, y el retorno del sueño es aún más cruel puesto que es revivir el dolor una vez más como si fuera la primera.
No puede soportarlo y se prepara para enfrentarse a todos los que allí habitan y para la dura tarea de aparentar ser la misma que era en el instante en que la vida se paró para ellos y comenzó para ella.
Y abre la puerta y en ese instante todo retorna a la normalidad y los habitantes del Castillo salen de su embrujo y se mueven entre ella y le sonríen y nunca fue una princesa tan amada como lo es ella en ese momento.
Y sin embargo...
Nadie sabe que su vida, al contrario de la de ellos acaba de terminar.
Su Unicornio la mira desde el inmenso patio y sus ojos saben.
Y ella sigue intentando recordar cómo era su vida antes de que cambiara para siempre y no lo consigue, y se desespera porque no cree que vaya a ser capaz de continuar con el engaño.
Y entonces la oye en su interior, una vocecita dulce y suave que, aunque nunca antes la había oído, es tan familiar que parece que la hubiera estado esperando sin saberlo.
-       Tienes que seguir adelante, sabes que confío en ti.
-       ¿Quién eres? Te conozco y al mismo tiempo...
-       “¡Pues claro que me conoces!” y estalla en una risa hecha de arco-iris.
Esta risa consigue algo que parecía imposible, y los infinitamente rojos labios de Indiara se curvan en una sonrisa que contagia de felicidad a todos los que a su lado pasan, que sienten en ese instante que su vida es mejor. Y la niebla que aún lo inunda todo se desvanece y aparece un sol cálido y dulce como el sol de después de la lluvia.
-       ¿Valira? ¿eres tú? - pregunta Indiara sin emitir sonido alguno, en medio de la emoción, la anticipación, el miedo ...
-       Claro, soy tu hija, ¿quién iba a ser ?
E Indiara, que sabe que la felicidad escapa muy rápido, se aferra a ella con todo su cuerpo, con toda su alma, con todo su espíritu, con todo lo que es y lo que fue y también con lo que será.
Su felicidad se transmite a todos los que allí se encuentran y, sin saber porqué, el ambiente se vuelve de fiesta y, sin saber porqué, las risas tanto tiempo contenidas sin saberlo no pueden resistirse a salir de todas las gargantas. Y en cada boca se dibuja una sonrisa, y ya no hay dolor, ni penas, ni pesar...y el Castillo del Mar se transforma y se ilumina y el mar se calma y las olas susurran.
Y nunca existió felicidad semejante.
Y entonces, en el patio entra el Rey del Mar.
Y las bocas callan y las risas esperan.
Y el Rey contempla todo a su alrededor, sin entender.
Y entonces, estalla en una carcajada tan potente que él mismo se sorprende.
Y su risa y su sorpresa causan aún más carcajadas entre todos, e Indiara corre hacia su padre y lo abraza, risa dulce y risa sonora confundidas. El Rey nunca quiso más a su hija e Indiara nunca quiso más a su padre. El abrazo se hace más largo e intenso y finalmente Indiara se separa riendo:
-       ¡Padre, me vas a romper!
-       Perdona, hija mía, creo que éste es el día más feliz de mi vida, y ni siquiera sé el porqué.
E Indiara, que sí lo sabe, lo cubre de besos, mientras en su interior escucha la risa de Valira, y su única pena es no poder compartir esos momentos con Bruma, no poder hacérselos llegar de alguna forma, no saber dónde estará su Caballero en ese tiempo de felicidad.
  


CAPÍTULO 6

Valira sabe que tiene que hacer algo. Sin ella, su madre estará perdida para siempre. Sin ella, su padre no llegará siquiera a conocerla.
El encierro se ha prolongado demasiado tiempo e Indiara languidece, su piel blanca, muy blanca, es ahora del color del abandono. Su respiración es entrecortada y silenciosa, como si se preguntara para qué habría de querer el aire sin el que antes no vivía.
Durante mucho tiempo le ha faltado la espuma del mar, que la hace vivir. Hace tiempo que las olas no rompen sobre sus pies descalzos. Su jardín de estrellas muere, su brillo convertido en sombra.
Ni tan si quiera recuerda cómo huele el mar. El mar que le da vida.
Valira lo ve, habla con Indiara, le dice, le ruega que intente vivir por ella, por las dos, por Bruma...qué será del Caballero si ella no sobrevive, qué será de su unión indestructible si, al final, resulta que no lo era...
Y piensa. Indiara ya no le responde. Los días pasan sin que le diga una palabra y Valira no sabe qué hacer hasta que recuerda.
Recuerda que es la única que puede salvar a una insalvable Indiara. Recuerda que Bruma está en el otro confín del mundo conocido, o quizá en alguna parte del desconocido. Y recuerda que no se puede vencer si no se lucha, y que ella es la única que puede luchar desde la desolación del encierro. Recuerda su propósito y su función y entonces decide actuar.
Y piensa, concentrando todo su ser en un único objetivo.
***
En el Castillo del Olvido, Bruma descansa. La última batalla casi lo ha dejado sin fuerzas, fue la batalla tras la batalla tras la eterna batalla. Bruma ya no sabe por qué lucha, las batallas se confunden en una única misión inexplicable en la que el Bien debe triunfar sobre el Mal sin que ya se sepa bien cuál es cuál. Toda la sangre de todas las muertes de todas las batallas fundidas sólo en una. Todo el dolor acumulado durante no sabe cuánto tiempo. Ya no sabe qué es el tiempo...algo cambiante, algunas veces eterno y otras, sin embargo, tan efímero...Su último Momento con Indiara es un recuerdo distante de algo que no duró más que aquel rayo que vio un día de tormenta. La última batalla, interminable, como varias vidas encadenadas que comienzan y acaban sin tregua, sin descanso, una condena eterna cuyo final se desea y no llega.
Y ahora descansa, en el desconocido Reino del Olvido, adonde nunca antes había llegado durante sus infinitos viajes. El Rey está ausente. El castillo, desierto. Bruma descansa bajo unas pieles en el gran salón. Desvestido de su armadura, encendida la chimenea, Bruma duerme un sueño sin sueños; un sueño de agotamiento, de no poder pensar ya…un sueño profundo que lo transporta a un espacio vacío y luminoso, donde nada hay y nada se busca. Un sueño de Olvido.
Y sin apenas notarlo se desliza como cuando era niño y jugaba a deslizarse por la ladera de una colina, sobre la nieve. Se va deslizando hacia abajo en un sueño cada vez más profundo, más luminoso, más vacío. Y siente el descenso en su interior, como cuando era niño; y resbala y resbala bajando siempre más. Y cuando ha llegado al fondo, cuando ya no hay más descenso posible, se encuentra en otro gran salón que no es el del Castillo del Olvido y todo es luz, deslumbrante. Y sus ojos no pueden soportar tanta luz y se cierran por un instante y cuando vuelve a abrirlos se encuentra ante él a la niña más perfecta que pudiera imaginar. Y la niña es luz.
Y no sabe qué es lo que le recuerda a Indiara, su Niña del Mar…
La vuelve a mirar, una y otra vez, no pudiendo creer que dos personas puedan ser tan distintas y tan iguales al mismo tiempo.
Y sin embargo…                                                   
Recuerda a Indiara cuando era niña, cuando jugaban los dos en el Castillo del Mar. Antes de las batallas, antes de las muertes. Cuando todos los Momentos eran de ellos dos y no conocían el mundo. Cuando creían que podrían vivir toda su vida sin conocerlo, y el mundo eran ellos dos, riendo…y no había ejércitos enemigos que vencer y el Rey del Mar era una leyenda de la que se hablaba pero a quien nadie había visto en mucho tiempo. Cuando él e Indiara pensaban que su vida sería eso, deslizarse por colinas en la nieve y no poder vivir el uno sin el otro.
Indiara, envuelta en el resplandor de su jardín de estrellas, jugando a esconderse de él. Él, jugando con ella y siempre temiendo no poder encontrarla. El manto de luz de las estrellas, una luz deslumbrante que sólo existía allí, y quizás también en el Palacio Blanco. Una luz que buscaba y no encontraba nunca cuando no estaba con ella. En cada uno de sus viajes, buscando ese resplandor que le permitiera fingir por un instante que estaban juntos, riendo en el jardín; luz caprichosa que no existía sin su Dama.
Recuerda a Indiara entonces, y ve a Indiara en esa niña que sólo es luz, y en medio de su sueño le pregunta:
          -Indiara, ¿eres tú?
Y le responde una risa de arco-iris, una música que creía olvidada y que ahora recuerda.
          -No, soy tu hija, Valira.
          - ¿Mi hija? Pero…¿cómo es que casi no puedo verte? ¿cómo me has encontrado? ¿quién te ha traído hasta mí? ¿Por qué no te conozco?
          - Espera, espera, ¡que son demasiadas preguntas! – contesta Valira riendo de nuevo- déjame que te explique poco a poco. Pero sigue descansando, que te hace mucha falta…
          Soy tu hija, pero en realidad aún no lo soy, porque todavía me falta algún tiempo para nacer, sí, no te revuelvas tanto en tu sueño. Me necesitabais y he venido, eso es todo. Os conozco desde hace muchísimo tiempo, antes de que os encontrarais por primera vez, y vosotros os conocéis hace mucho porque sois muy jóvenes y sin embargo ya lleváis mucho tiempo en este mundo…vosotros tampoco sois unos seres humanos muy comunes…pero eso ya lo sabías, ¿verdad? ¿no te habías dado cuenta de que vuestro tiempo no es como el de las demás personas? ¿tú sabes cuántas vidas se podrían vivir desde que vosotros habéis aparecido en el mundo, cada una de las veces?
          No, por favor, ya sé que es confuso, pero intenta no despertarte, porque si te despiertas ya no podré estar contigo y entonces no podré decirte lo que te tengo que decir, que es muy importante porque la vida de Indiara depende de ello.
          ¡No, no te alarmes! ¡que te vas a despertar!
          Cuando el Rey del Mar supo que Indiara me esperaba se puso furioso, pero muy, muy furioso y hubo gente que pensó que iba a hacer algo muy malo; empezó a destrozar todo lo que encontraba, a gritar como un loco, se puso muy, muy rojo y levantó la mano. ¡Parecía que le iba a pegar a su hija! Pero muchos se pusieron delante de ella para defenderla, y los Consejeros consiguieron calmarlo bastante, aunque no del todo…si la madre de Indiara viviera, me imagino que  no habría dejado que el Rey se pusiera así con ella. Indiara me contó que ella era muy dulce y que la quería muchísimo. Que no estoy diciendo que el Rey no la quiera, pero es que ya lo conoces, tiene un carácter endemoniado y quería que Indiara se casara con uno de sus Caballeros, parece que lo llevaba pensando mucho tiempo y claro, cuando supo que yo iba a llegar pensó que ni su Caballero ni ningún otro la querría ya, pero entonces uno de ellos dio un paso al  frente y dijo (¡como si le estuviera haciendo un favor!) que él se casaría con ella.
          ¡No, por favor, tranquilo, deja que acabe de explicarte!
          El Rey, entonces, le dijo a Indiara que debía casarse con ese Caballero cuanto antes e Indiara dijo que prefería estar muerta, y que su corazón no era suyo y todas esas cosas que os decís vosotros, que son un poquito…bueno, pues el Rey dijo que si no se casaba pasaría el resto de su vida encerrada en una de las almenas del Castillo. E Indiara le dijo que podía matarla si quería (yo, la verdad, me asusté un poco) pero que jamás se casaría con alguien que no fueras tú, que su corazón era  tuyo y todo eso, y entonces el Rey hizo preparar la almena y encerró en ella a Indiara. Y allí lleva ya mucho tiempo, y al principio no estaba tan mal, hablábamos a todas horas y nos íbamos conociendo un poco mejor, pero poco a poco se fue apagando cuando pensó que no iba a poder acudir a vuestro próximo Encuentro y que qué pensarías tú si ella no iba; y ahora ya no habla nunca porque además no puede ver ni oler el mar y ya sabes que no puede vivir sin él…y entonces se me ocurrió contarte todo lo que estaba pasando para que pudieras hacer algo, porque si no se te ocurre nada no sé qué va a pasar: su piel ya no es tan blanca, está muy gris y su pelo no brilla y sus ojos tampoco…¡y tienes que ir a sacarla de allí cuanto antes!”

Entonces, Bruma despierta. Y al despertar no sabe que ha soñado. Le parece salir de un profundo pozo donde reinaba la nada más absoluta. No recuerda cuándo fue la última vez que tuvo un sueño tan profundo. Ni siquiera recuerda si eso sucedió alguna vez. Quizás en su infancia, tan lejana…
Se incorpora y contempla el castillo. Y sólo ve muros de piedra vacíos. Comienza a recorrerlo y encuentra fantasmagóricas estatuas de piedra de criaturas desconocidas y aterradoras, que a su llegada no estaban ahí. Criaturas deformes y amenazantes que lo contemplan con ciegos ojos. Deambula por los corredores y lo que está vacío se va llenando poco a poco de más y más estatuas de piedra que parecen tener vida propia. Se elevan sobre sus patas traseras y le muestran las garras, y ya no sabe si son estatuas de piedra o seres reales y siente en el estómago el mordisco del miedo, que lo hace apresurarse más y más buscando una salida.
Pero no hay puertas en el castillo, y empieza a preguntarse cómo ha llegado hasta allí, y tampoco lo recuerda; sólo sabe, con la certeza de lo inevitable, que debe salir cuanto antes de ese castillo hasta entonces desconocido y de nombre ahora lleno de significado. Recuerda haber oído hablar de él, pero no puede recordar  quién lo mencionó, ni dónde.
Se para un momento a mirar por una ventana y allá abajo ve a su fiel caballo envuelto en la niebla que parece surgir de la tierra. Su caballo, impaciente, mira hacia arriba y empieza a relinchar en cuanto ve a su Caballero y hay ansiedad en su relincho, como si pudiera intuir el peligro. Comienza a dar vueltas en círculo, urgiéndolo a reunirse con él cuanto antes.

Pero al darse la vuelta, Bruma se encuentra cara a cara con cuatro de los seres que pueblan los corredores, seres salidos de un mundo de locos, hechos de piedra y de podredumbre que se encaraman sobre sus cuartos traseros y exhiben sus pétreas y afiladas garras con gesto desfigurado por el odio, y se abalanzan sobre él.
Bruma, el Caballero de mil batallas, siente el miedo y en un acto instintivo desenfunda su espada provocando un sonido insoportable que debe ser la risa de las criaturas. Avanza hacia ellas, cada vez más cercanas, y hunde su espada en el brazo de una de ellas. Su espada está a punto de quebrarse y ahora las criaturas  están prácticamente encima de él, su nauseabundo aliento penetrando en su ser. No tiene por dónde escapar, a su espalda el muro y la ventana y frente a él las criaturas formando un semicírculo a su alrededor.
Recuerda el sueño y piensa en Indiara y en su hija Valira y sabe que no puede fallarles, que la vida de las dos únicas personas en el mundo que forman parte de la suya dependen de él.
Huele la ponzoña que desprenden las criaturas y da un paso al frente, hundiendo su espada hasta la empuñadura en el lugar donde debería estar el corazón de una de ellas.
El fuego lo inunda todo y se escucha una terrible explosión.
Bruma cree que ha muerto, abre los ojos y no ve nada. Cree que ha muerto sin salvar a Indiara y no puede consentirlo. En sus oídos sigue resonando la explosión y se siente rodeado de fuego. Pero sabe que no ha vivido toda su vida por Indiara para al final condenarla a un destino más cruel que la muerte. Siente que quiere descansar del mundo…pero también sabe que su vida tiene algún sentido, y que abandonar a Indiara no lo tendría; así que vuelve a abrir los ojos y ya no encuentra rastro del Castillo, tan sólo ve a su caballo color azabache, que con su morro intenta moverlo, le pide que despierte con ojos llenos de ternura infinita, que brillan cuando lo ven despertar.
Bruma siente que ésta ha sido su última batalla. Está en el suelo, huele la tierra y siente que poco  poco se va fundiendo en ella.
Su caballo lo llama, sus ojos le dicen que intente levantarse, tienen que galopar en ayuda de Indiara, tienen que atravesar las altas montañas del Poniente, tienen que encontrar la barca que los lleve a la otra orilla del Lago Rojo, tienen que seguir cabalgando, más rápido que nunca, y llegar al Bosque Negro, y vencer a los dragones que allí viven, y seguir cabalgando hasta llegar al Reino del Mar.
Bruma mira a su caballo y sus ojos se llenan de todas esas imágenes y ve al final de todas ellas su triunfo sobre el Rey del Mar, el momento en que libera a Indiara y juntos parten al Palacio Blanco para no separarse nunca más. Ve la única vida que quiere vivir, con su niña del Mar, para siempre, y sabe que no llegará a vivirla nunca porque sigue fundiéndose poco a poco con la tierra, y llora como nunca antes lloró porque por fin sabe que ninguna de sus batallas tuvo nunca sentido alguno, porque su vida debería haber sido la que ahora imagina. Y ya no podrá vivirla.
Su vida con Indiara se va desvaneciendo antes de llegar a ser vivida. Esos Momentos eternos, los dos en el Palacio Blanco. Su hija Valira, a la que ya no conocerá.
Se funde en la tierra y ve todos esos Momentos alejarse, y llora por él, por Valira, por el Jardín de Estrellas y por aquella niña que jugaba a escaparse de él. Y sabe que esta vez ya no podrá encontrarla.
***
Indiara es como una niña, cree que el ahora es para siempre.
Indiara, a pesar de todas sus esperas, de todos sus “quizás ahora”, esperando, esperando siempre el momento en el que se produzca uno de sus Encuentros; a pesar de la eterna esperanza en que se sustenta su vida, esa esperanza en la espera que le da fuerzas para respirar todos los días que no está con Bruma; a pesar de la ansisedad, sabe que siempre espera algo, el mensaje del mar que le dirá que Bruma está cerca.
Ahora es distinto. Ahora no puede esperar nada.
Ahora no podría oír el mensaje del mar, no puede ya ni siquiera olerlo: si Bruma se dirigiera al Palacio Blanco, ella no sabría que debía ir a su encuentro.
Bruma, su Caballero, recorriendo siempre la tierra conocida y la desconocida, librando batallas imposibles que le traerán una gloria no buscada. Lejos, muy lejos…siempre muy lejos…Indiara se pregunta algo que nunca antes se había preguntado, ¿Por qué no pueden estar juntos, ella y Bruma? ¿Por qué, lo que estaba destinado a estar unido tiene que estar tan lejano? ¿Qué extraña fuerza desconocida está dictando sus vidas?
Nunca antes se lo preguntó, de la misma forma que nunca antes se preguntó por qué el tiempo no era el mismo para ellos que para el resto de las personas, por qué se conocían de toda la vida y no podían recordar desde cuándo, el Momento era ya tan lejano… escondido en una niebla tan espesa que sólo con el mayor de los esfuerzos lograba rescatar una escena, una palabra, la mano querida apartando ese mechón de pelo de su frente, palabras y silencios, risas, insinuada la de él y explosiva la de ella, aquel día que sus manos se encontraron sin buscarse y la magia los inundó y ya fueron distintos y siguieron siendo los niños de siempre, exultante ella, contenido él.
Tan distintos y tan iguales.
No recuerda la primera separación, y ya no importa. La separación es parte de sus vidas, como lo es la espera y el Encuentro.
Ya no importa, porque la niña que es sabe que esta vez será para siempre. Su encierro es para siempre y “para siempre” es algo que nunca antes había imaginado: algo tan definitivo y final que no tiene lugar en su mundo.
No quiere vivir en un mundo así, y ya no lucha. Se deja llevar como mecida por las olas de su mar, sin resistencia y sin esperanza.
Sin resistencia y sin esperanza se resigna a no ver nunca a su hija Valira, a quien ya ni puede oír.
Sin resistencia y sin esperanza sabe que nunca más volverá a ver a Bruma, que sólo puede hundirse en su recuerdo mientras meciéndose nace el olvido. Sabe que no puede vivir de recuerdos, pero se perderá en su Caballero mientras el mundo se desvanece y ella se desvanece del mundo. Poco a poco, suavemente, como mecida por las olas.




EPÍLOGO

Las estrellas brillan más que nunca en su jardín. Indiara juega con Bruma, ese niño de ojos de tormenta del que no sabe separarse.
El resplandor es tan cegador que por momentos les impide verse, y la niña del Mar juega a escaparse, aunque siempre teme que Bruma pueda, alguna vez, llegar a perderla.
Bruma ríe corriendo tras ella y, de repente, siente como un pinchazo en el pecho, algo que le dice que esto ya lo ha vivido antes. Se para un instante y viene a su mente la imagen de un Palacio Blanco, un palacio hecho de sueños, escondido en un bosque de abedules. No sabe cómo, pero sabe que algún día lo encontrará.
También sabe que cuando lo encuentre, Indiara y él vivirán en él juntos para siempre, porque no podría haber nada ni nadie en el mundo que lo hiciera separarse de ella.
Indiara se asusta, está escondida y Bruma aún no la ha encontrado. Sale corriendo de detrás del matorral y lo encuentra parado en medio del Jardín.
Se acerca a él poco a poco, está tan pensativo…
Lo mira a los ojos y ve en ellos el Palacio, tan Blanco. Y sabe que ése es el lugar en el que vivirá toda su vida con Bruma: porque no podría haber nada ni nadie en el mundo que la hiciera separarse de él.
También sabe que él está oyendo lo mismo que ella: la risa de arco-iris y la voz, dulce como pétalos de rosa, que les dice que no se preocupen, que esta vez todo va a ser distinto, que ella estará siempre a su lado y que un día, cuando llegue el momento, llegarán a conocerse.
No saben de quién es esa voz, y sin embargo…
Saben que ese día llegará y será uno de los más felices de su vida.
Y saben que ese día estará envuelto en una luz deslumbrante, que sólo existe cuando ellos dos están juntos.
Para siempre.

En el Palacio Blanco.